C A P Í T U L O 1
El cielo es gris porque aún no ha amanecido, pero no se trata
solo de la luz. Todo cuanto le rodea tiene el mismo tono áspero y apagado, las
calles arrasadas, los edificios desmoronados tras años de guerra. No hay el
menor rastro de vegetación y ni los mismos pájaros se atreven a quebrar el
manto de silencio que envuelve Grozni.
Avanza con paso rápido a pesar de la sensación de peligro que
sobrevuela el ambiente. El ataque podría llegar en cualquier momento, desde
detrás de los restos del coche incendiado o a través de las sombras de una
ventana. Nota el peso del Kalashnikov entre las manos y se siente algo más
seguro.
El lugar aparece al doblar una esquina. Vuelve a experimentar
la misma intranquilizadora desazón y se gira para comprobar que nadie le sigue.
El paisaje está inmovilizado, es una foto fija de la destrucción, y al
contemplarlo le asalta cierta sensación de irrealidad, la seguridad de que se
halla en un territorio al margen de la lógica o la cordura.
Se acerca a la puerta improvisada. Un tablón sin cerradura ni
bisagras resguarda dos habitaciones milagrosamente intactas en un edificio con
los forjados perforados por las bombas de racimo arrojadas por la aviación.
—Adelante, adelante —repite una voz desde el interior.
Hay una mujer recostada sobre un sofá. Un gato escuálido salta
de su regazo. Eriza el lomo y le enfrenta agresivo. Ya ha ocurrido otras veces.
Ese gato le odia, le sacaría los ojos si pudiera. Ha visto con demasiada
frecuencia el rencor en los rostros de los vencidos como para no reconocerlo.
Las miradas de quienes se ensañarían a conciencia con su cuerpo, lo
acribillarían, lo despellejarían vivo, le harían pedazos si tan solo les diese
la más mínima oportunidad.
—Te esperaba.
El aspecto de la mujer es avejentado. Tiene el pelo gris, ralo
y sucio. Hace meses que no se lava. Está la mayor parte del tiempo ebria. Y con
todo, es lo mejor que ha conseguido encontrar.
—¿Ha ido bien? ¿Algún problema?
—Ningún problema. Pasa, entra a verla. No ha salido en todo el
día. Ha sido una buena chica, muy buena.
—¿Seguro? ¿No ha salido? ¿En todo el día? —pregunta con una
mirada gélida, avasalladora. Le sale sin dificultad. Aprendió el gesto al
entrar en el Ejército y lo ha ido perfeccionando desde entonces. Le fue útil
para sobrevivir a los entrenamientos y a los camaradas no amistosos, para
sobrevivir a la guerra. Para sobrevivir.
—Seguro. No se ha movido de la habitación. —Lo dice
convencida, pero todo lo que hace es beber vodka y dormir. ¿Cómo va a saber lo
que ocurre durante las horas que pasa inconsciente?
Avanza hacia el interior y el gato enarca el lomo y bufa aún
más hostil. El pelaje negro de punta y los ojos convertidos en inquietantes
ascuas amarillas.
—Ocúpate de ese animal o lo haré yo —dice en un tono que no
deja lugar a dudas acerca de sus intenciones.
La mujer se apresura a cogerlo. El animal se revuelve, lucha
por liberarse y le araña el pecho. Ella trata de apaciguarlo y no lo suelta a
pesar de las uñas clavadas en la piel.
—Es un amigo, Misha. Un amigo.
Se le ocurre que lo mejor que la mujer podría hacer con ese
gato es buscar un pozo y arrojarlo dentro, pero ¿quién es él para juzgar los
afectos de otros?
—Vete. Y llévatelo —ordena, y le da unos pocos rublos que la
mujer guarda entre sus senos marchitos.
—Vamos, Misha. Daremos un paseo —dice antes de abandonar su
refugio para enfrentarse a la madrugada espectral de Grozni. Usará el dinero
para comprar alcohol y, si alguien intenta robárselo, no solo tendrá que lidiar
con ella, también deberá enfrentarse a Misha.
Se queda solo y la vista se le va hacia la puerta de la única
otra habitación. Empuja la hoja y la atmósfera cambia. Es algo tangible. Está
oscuro, no hay ventanas, pero la temperatura es más cálida y en el aire flota
un perfume débil, dulce, un hálito que se le impregna en la piel. Lo atrae sin
remedio.
Guarda silencio y no tarda en distinguir una respiración baja
e intranquila. El pulso se le acelera y un nombre brota de sus labios.
—Nadina…
Ahora la ve con claridad y el corazón se le queda en pausa. No
da signos de haber escuchado, duerme profundamente, cubierta con una sábana que
la cubre solo a medias.
Apoya el Kalashnikov contra la pared, se sienta al borde de la
cama y la observa. Ella se agita en sueños. El pelo húmedo por el sudor se le
pega a la frente. Hace poco que se lo ha cortado. Ocurrió justo después de que
le dijera lo mucho que le gustaba cuando se lo dejaba suelto, así que evitó
decirle que estaba incluso más bonita así, con el pelo corto como el de un
chico.
La quiere de un modo que no consigue entender, contra toda
lógica, con una fuerza que lastima, con el convencimiento feroz e irracional de
que debe cuidar de ella. Por eso también soporta sus arañazos, sus ataques de
pánico, las crisis de llanto; la sostiene para que no caiga cuando se asoma al
abismo que amenaza con tragarse a ambos.
—¿Cuánto llevas ahí?
Y la desea aún con mayor intensidad de la que la ama.
Ha despertado y lo mira como si hubiese hecho algo sucio,
aunque ni siquiera se ha atrevido a rozarla. Pero con frecuencia tiene la
sensación de que Nadina adivina sus pensamientos y con eso es más que
suficiente.
Lucha por no dejarse distraer. A menudo juegan a ese juego y
es ella la que vence. No va a dejar que lo haga esta vez. Coge la mochila y
saca un paquete del interior.
—Muy poco. Acabo de llegar. Iba a despertarte. Te he traído
comida.
—No quiero nada. Llévatelo.
Se da la vuelta y arrastra consigo la sábana. La espalda —y
más allá de la espalda— queda al descubierto. Duerme desnuda. Las únicas
prendas que posee son las que lava antes de acostarse. Ha tratado de ocuparse
de eso, pero no es nada fácil conseguir ropa interior de mujer en Grozni.
—¿Estás segura de que no quieres probarlo?
Tiene que ser paciente, tentarla.
—Está bien, me lo comeré yo. —Desenvuelve el paquete y le da
un bocado a un muslo de pollo frío.
No hay respuesta.
—También he traído dulces.
Solo tarda un par de segundos en girarse.
—¿Qué dulces?
—Míralo tú misma.
Se incorpora sujetando la sábana contra el pecho y descubre el
bollo relleno de crema.
—¿Está blando?
—Está recién hecho. Lo he robado del comedor de los oficiales.
Sonríe y Nadina también lo hace. Le calienta el corazón verla
sonreír, pero le sujeta la mano cuando intenta coger el bollo.
—Aún no. Antes debes comer algo.
Hace un gesto de fastidio, pero no discute. Se sienta sobre la
cama, coge un pedazo de pollo, le da un bocado y lo mastica con lentitud. Él no
le quita la vista de encima. Ella lo nota. Le devuelve una mirada turbia,
procaz, y deja caer la sábana.
—¿Contento?
Exhibe su cuerpo sin el menor pudor. Le provoca. Lo hace todo
el tiempo, aunque no los primeros días. Los primeros días no dejaba que la
tocara, huía cuando se acercaba y no permitía que se ocupara de ella. Cuando
perdió a su familia por su culpa —eso fue lo que le gritó: «Tú, tú los has
matado, tú has dejado que mueran»—, Nadina ni tan siquiera soportaba su
presencia. Cuando la encontró drogada y sin sentido y le buscó un refugio para
que no la destrozaran las alimañas que poblaban Grozni, ella aseguró que no le
perdonaría nunca. Y cuando se puso violento y le gritó que era estúpida y la
presionó para que le dijese cómo había conseguido el dinero con el que comprar
la droga, ella le gritó a su vez y le explicó con todo detalle cómo había
dejado que se la follara aquel tipo y luego le escupió que lo prefería,
prefería a cualquiera antes que a él.
—Tápate.
Se ríe y se exhibe aún más. Adopta una postura obscena. Abre
las piernas. La pose lasciva, abandonada, los senos despuntando, el vello
púbico señalando el camino. Tiene el pedazo de pollo en una mano y la otra
entre los muslos. Saca la lengua y hace un gesto vulgar. Lo hace como si fuese
una broma, como si se burlase.
No sabe si Nadina alcanza a entrever la fuerza del deseo que
provoca en él o si lo subestima.
Ojalá fuese lo segundo.
—¿No es esto lo que quieres?
Se abalanza sobre ella. La comida cae encima de la cama y ya
no le importa si se alimenta en condiciones, le da igual si le manipula o si
desearía más que ninguna otra cosa verlo muerto.
La besa como si fuera él quien llevase días sin comer y Nadina
lo único que puede saciarle. La ama más que a cualquier otra persona u objeto
por el que haya podido albergar amor, cariño o deseo a lo largo y ancho de su
vida. Pero no tarda en notar su tensión. Y lo odia. Odia sentirla así: rígida,
ausente, recordándole que no es más que un invasor y nunca será bienvenido.
Se obliga a frenarse, se esfuerza por llevarla a su terreno.
Sabe cómo hacerlo, cómo hacer gemir de placer a una mujer, cómo conquistar a
Nadina.
Succiona los brotes rosados de sus senos, toma posesión de su
boca, devora su sexo. Ella se derrite, se vuelve dúctil y maleable, sensible a
sus caricias. Suspira, se retuerce y gime.
El deseo es enloquecedor, absoluto. Necesita aplacarlo. No se
quita el uniforme, solo libera la abertura del pantalón y la atrae con fuerza.
Nadina se queja con un gemido ronco. Le preocupa ser demasiado
grande para ella, que es pequeña y estrecha, pero lo olvida, igual que lo
olvidó la primera vez, cuando lo despertó en medio de la noche y le pidió que la
dejase dormir junto a él y se acostó a su lado desnuda y temblando.
La ve cerrar los puños y morderse con fuerza los labios. Él la
besa, murmura palabras apresuradas y dulces: «mi pequeña», «mi vida», «mi amor»,
«Nadezhna», «Nadezhna».
Ella suplica, le ruega:
—No me dejes. No te marches tú también.
—No te dejaré. Te sacaré de aquí. Nos iremos lejos.
Se lo ha prometido. Va a llevársela de esa habitación inmunda,
de esa ciudad arrasada y maldita. Va a hacerla feliz. No importa lo que tenga
que hacer para conseguirlo. Ha elegido un partido y lo sacrificará todo para
entregárselo, para conseguir su perdón, para que también lo ame.
—¿Cuándo? —solloza mientras él toma una de sus piernas por
debajo de la rodilla, la eleva y la abre para entrar más profundamente, todavía
más, en ella.
—Pronto, muy pronto.
Su expresión refleja a un tiempo éxtasis y tormento. Nadina
abre la boca, inclina la cabeza hacia atrás, deja todo el cuello expuesto. Tan
delicada y frágil. La visión le perturba, le bloquea.
Apenas se resiste. Las manos se le van sin querer. Necesita
acariciarla, hacerla suya, recuperarla. Ella deja escapar un quejido suave, se
estremece, abre los ojos, sus grandes ojos oscuros, y se lo pide.
—Hazlo. Hazlo ahora. Sácame de aquí.
La realidad pierde consistencia. El aviso de alerta retorna,
suena una y otra vez. ¿Por qué está allí? ¿Por qué ha regresado a ese lugar? Ya
es tarde para rectificar. Debería haber prestado atención antes.
—Olvídalo.
Se aparta, pero Nadina le sujeta, le toma las manos y las
coloca en torno a su cuello.
—Estará bien. Solo un poco. Tú sabes cómo.
Tiene razón, lo sabe, ha ocurrido más veces. Puede adivinar lo
que sucederá después, lo que dirá. «Un poco más. Solo un poco más».
—Confío en ti. Sé que no me harás daño. Lo prometiste. Por
favor.
Su piel cálida, su tono suplicante: «Por favor, por favor…».
Y es tan tentador, tan fácil ceder. Se ve haciéndolo. Estrecha
su cuello, siente latir su vida en sus manos, reconoce el estremecimiento, la
agonía, el vértigo, la lucha desesperada por tomar aire. Si se equivocase, si
tan solo soltase un segundo tarde…
Sus ojos están vidriados. Lágrimas de rímel mojan sus
pestañas.
—Hazlo, Dima. Hazlo de una vez. Acaba con esto.
Y ambos conocen la verdad, que en el fondo ella le aborrece y
que en aquel instante él siente lo mismo hacia ella. Odia que le arrastre hasta
ese punto, que le mienta. «Confío en ti». Mentira. Mentira. Mentira.
Cierra los ojos para no verla y sus manos se crispan alrededor
de su garganta. Espera su lucha, su intento inútil por desasirse, pero no es
Nadina quien trata de liberarse. Es su propio cuerpo el que se tensa, son sus
pulmones los que se cierran, es a él a quien le falta el aire, quien se ahoga
desesperado.
Y aunque no duda de que lo merece, reconoce algo más.
No quiere. No va a rendirse. Tampoco va a abandonar esta vez.