¡Hola! ¿Qué tal lo pasásteis ayer? ¿Qué lectura os acompañó? Hoy, viernes, Silvia Sancho os propone un plan diferente, nos trae una protagonista inédita, una lectora con la que nos sentiremos identificadas y un fin de semana que promete ser épico.
Cuando la magia comienza en un cámping y entre las páginas de un libro, todo puede pasar; en la trilogía Madrid, las calles de la capital forman un telón de fondo que va acompañando a los protagonistas por rincones únicos, tan suyos que al recorrerlos crees verlos también. El verano que aprendimos a volar, La aventura de saltar contigo y La aventura de soñar despiertos te están esperando si aún no los conoces . Aquí hay muchos guiños, ¡que no se te escape ninguno!
«El
día del libro para una lectora es el equivalente a la mañana de Reyes para una
niña. En mi agenda, al menos, es el evento más destacado, incluso por encima de
mi cumpleaños. Siempre he planeado al minuto el 23 de abril para poder
disfrutar de toda la oferta cultural que ofrece mi ciudad: Madrid. Rutas por el
Barrio de las Letras, conferencias en la Fundación Telefónica, la feria de los
Libros Mutantes de la Casa Encendida y la imprescindible Noche de los Libros.
Por eso, por mi casi sagrada devoción a ese día, no guardo un buen recuerdo de
2020. También por eso, el 22 de abril 2021 estaba eufórica. Me acosté pronto y
todo, tentada de dejar junto a mi estantería favorita un platito con galletas y
un vaso de leche.
La
alarma del móvil me despertó a las seis de la mañana, dos horas antes que si
hubiera tenido que ir a la academia donde me preparaba las oposiciones. Mi
hermana todavía roncaba en la habitación de al lado y mis padres, en la de
enfrente. Me duché y me vestí, empleando el mínimo ruido imprescindible, y salí
de casa en dirección a uno de esos Vips que conservan en la entrada una boutique
con librería; allí adquirí las dos primeras joyas del día: la ansiada
traducción del Moranifesto de Caitlin Moran y la tercera entrega de la saga de
Juan Gómez Jurado protagonizada por Antonia Scott; también desayuné como una
reina —en mi caso más blanca que roja— antes continuar con lo planificado.
De
la feria de los Libros Mutantes salí un poco más pobre, pero infinitamente más
feliz. No paré de sonreír mientras recorría el Barrio de las letras. Agradecí
poder sentarme en el auditorio de la Fundación Telefónica: ya cargaba con dos
bolsas a rebosar de libros. Mis tesoros. Los coloqué en el asiento de al lado,
como si fueran un espectador más, y me dispuse a silenciar el móvil; entonces
fue cuando me di cuenta de que, en el grupo de WhatsApp que tenía con mi
hermana, parte de sus colegas, varios primos, dos vecinos y mi inseparable amiga,
había más de un centenar de mensajes sin leer. En resumen: se estaban
organizando para pasar el fin de semana en el campo. Era algo bastante habitual
desde que en nuestras vidas irrumpió «el bicho», nadie quería pasar dentro de
cuatro paredes más del tiempo imprescindible, y hasta me pareció buena idea lo
del camping, pero, ¿durante La Noche de los Libros? Ni de broma.
Yo estoy liada.
Espero que lo paséis genial.
Varios mensajes llenos de emoticonos
y errores ortográficos me acusaron de ser asocial. Los stickers eran casi todos
de Belén Esteban, tumbada en un sofá. Mi inseparable amiga me escribió por
privado.
Me apetece mil, tía.
No puedes hacer una
excepción?
Porfiiiiiiiii
Agnes —la de Gru— con ojitos implorantes
cerraba el mensaje.
Sabes
que no.
Ve
tú y así les demostramos de una vez que no somos siamesas.
Estaba a punto de guardar el
teléfono cuando recibí otro wasap. Era de él. ¡DE ÉL! El colega
de mi hermana que NUNCA me enviaba privados.
Si
te lo piensas mejor, yo pillaré el bus mañana.
Podemos
ir juntos.
La conferencia comenzó en el
auditorio y yo todavía pestañeaba ante el mensaje. Fue un asistente, sentado a
la derecha de mis libros, el que me sacó de la inopia con un sonoro carraspeo.
Vale, gracias.
Él no me contesto y tampoco
se fue de mi cabeza durante la conferencia, ni mientras recorría el centro de
Madrid de librería en librería, de evento en evento. Eran más de las doce de la
noche cuando llegué a casa. Estaba agotada, pero no podía dormir. De madrugada
asumí que no iba a pegar ojo y… me puse a preparar la bolsa para ir al camping.
Total, iba a dedicar el finde a leer; podría hacerlo igual respirando aire
libre.
Conseguí aguardar hasta las ocho de la mañana para
escribirle.
¿A
qué hora vas a coger el autobús?
Hasta las nueve y media no me respondió.
¿Siempre madrugas tanto
los sábados?
No tenía intención de confesar que
me había desvelado su anterior mensaje, así que, mentí:
Casi
siempre, sí.
Pues tendrás que
echarte la siesta o esta noche no vas a aguantarme nada.
«AguantarME». Mi lado más pervertido me alzó una ceja.
No
estoy cansada.
Curiosamente,
eso era cierto: aunque no había dormido ni un minuto estaba llena de energía. ¿Las
feromonas sexuales interferían en la producción de melatonina? Debía repasarme
ese tema… otro día.
Bueno
es saberlo.
Nos
vemos en el intercambiador de Moncloa, ¿a las once?
Perfecto.
Hasta luego.
Él
me envió el emoticono que lanza besitos con forma de corazón. Alcé la otra ceja
y, cuando creí lo que estaba viendo era cierto, levanté el brazo derecho,
estiré el dedo anular, el índice y el corazón y pronuncié con solemnidad: «Que
comiencen los juegos del camping».
No
supe de donde había salido aquella Katniss-metamorfosis, pero lo cierto es que
me sentí valiente. Después de ducharme y arreglarme, hasta me vi más guapa
frente al espejo del armario. ¿También estaba más delgada? Y… ¿eso que abultaba
bajo el jersey eran mis…? Vaya, vaya… Por fin habían aparecido. Sabía yo que lo
de comer almendras daría resultado tarde o temprano.
Salí
de mi dormitorio, mochila al hombro, como si fuera una influencer grabando
un Tik Tok. Media docena de pasos garbosos después, en medio del salón, mi gato
me miró con desprecio.
—A que te hago el challenge del chóped…
—le amenacé.
Mi
gato bostezó antes de lamerse la entrepierna: su pasatiempo favorito.
Llegué
al intercambiador de Moncloa a las once menos diez y él ya estaba allí.
Dicen que no hay que juzgar un libro por la portada, pero, jo, es que, si colocaran
su sonrisa en una cubierta, compraría la primera edición entera. Y, seguramente,
la segunda.
—¡Hola! —me dijo.
Y con esa simple palabra, con la
alegría de su tono, yo ya estuve tentada a preguntarle si me podía ayudar a
estrenar lo que daba un nuevo volumen a mi jersey.
—Hola. ¿Ese es nuestro bus? —Señalé
el estacionado en la dársena aledaña.
—Sí, vamos.
Ambos deslizamos nuestro abono por
el lector después de saludar al conductor y nos sentamos junto a la puerta
trasera. Apenas subieron al bus media docena de pasajeros más antes de que
iniciáramos la marcha.
—Me alegro de que te hayas animado a
venir —me dijo él con aquella sonrisa digna de best seller.
—Sí, yo también me alegro. Me
apetece más de lo que pensaba esta escapadita. —Tragué saliva en intenté
disimular mis intenciones—. Hace poco he leído una serie ambientada, gran parte,
en un camping y tenía ganas de ir a uno.
De
pronto, recordé que el camping de los libros estaba en la misma sierra de
Madrid a donde nos dirigíamos. Sonreí de oreja a oreja. Él me miró con
extrañeza y sacó el móvil del bolsillo.
—¿Cómo
se titulan?
—El
primero es «El verano que aprendimos a volar».
Tecleó
el nombre y, al poco, suspiró.
—Son
románticos.
—Sí,
¿por? —Fruncí el ceño mientras rezaba para que no fuera uno de esos cretinos
género-fóbicos.
—Porque,
por un momento, he pensado que las historias podían ser en plan Viernes 13: un
montón de jóvenes que mueren desmembrados en un camping. —Sonrió—. Pero, si son
de amor, ya me quedo más tranquilo. Me gustan ese tipo de historias. Sobre
todo, las que acaban bien.
—Ya,
seguro… —me burlé.
—¿No
me crees? —Se hizo el ofendido—. Yo también lloré cuando Katniss se quedó con
Peeta, ¿vale?
Miré
por la ventanilla para ocultar mi cara de satisfacción total y elevé la vista
al cielo. Aquello tenía que ser una señal divina, por lo menos. ¿Era prudente
pedirle matrimonio ya o mejor me esperaba a llegar al camping? Me decanté por
la segunda opción poco antes de que el autobús se detuviera en nuestra parada.
Cruzamos
la carretera de doble sentido y continuamos a pie por un camino de tierra; al
fondo se atisbaba el control de acceso del camping y una pequeña edificación
con el techo de tejas castellanas, igual a la descrita en los libros.
—Voy
a escribir a estos —dijo él.
Gracias
a ese mensaje pudimos dar los números de nuestras cabañas en el interfono que
había en el acceso. Aun así, tuvimos que entrar en recepción para registrarnos.
Él me cedió el paso en la puerta. Le agradecí el gesto, entré y saludé a una
chica que había tras el mostrador. Era rubia, pecosa, de figura espigada, con
los ojos de un color indefinible… «Lara» leí en la chapa que llevaba prendida
en el polo. Parpadeé.
—Bienvenidos
al camping, chicos. ¿En qué puedo ayudaros?
Mientras
él se lo explicaba y mi mente volaba a mil por hora —intentando encontrar una
explicación lógica a que aquella chica fuera idéntica a la protagonista de uno
de los libros—, conseguí sacar el DNI del monedero.
Lara
empezó a anotar nuestros datos en el ordenador cuando la puerta que teníamos a
la derecha se abrió.
—Ya
está lista esta mierda —dijo un chico grande, fuerte, con el pelo rizado y
denso, tan oscuro como sus ojeras; dejó sobre el mostrador un taco de trípticos
publicitarios después de saludarnos.
—Gracias,
Sergio —le dijo la recepcionista.
Y,
a mí, me entró la risa. ¡Era el prota del tercer libro! Intenté disimular con
toses, pero los tres me miraron con extrañeza. Él me preguntó:
—¿Qué
te pasa?
—Nada,
es que me he acordado de una cosa…
Miré
a Lara y abrí la boca para averiguar si era quien yo pensaba, pero… No. Aquello
sonaba demasiado loco.
—Si
no me necesitas para nada más —le dijo Sergio—, me voy al súper.
—Claro
—dijo la rubia—, allí seguro que puedes echar una mano.
—O
las dos. —Sergio guiñó un ojo antes de despedirse y salir de recepción.
—Vale,
pues… os devuelvo los carnets —Lara nos dio los DNI— y ya estaría todo. Que
disfrutéis del camping.
—Seguro
que sí —dijo él.
—Gracias
—musité yo.
Mientras
avanzábamos en dirección a un parque aledaño a un edificio bastante grande
empecé a autoevaluarme por si lo que me estaba sucediendo era grave: mis
articulaciones respondían con sincronía, ambos oídos captaban sonidos con
claridad, mi vista era capaz de enfocar sin esfuerzo… Podía ver con claridad
que, el hombre que estaba columpiando a un niño en el parque, era verdaderamente
atractivo. Al acercarnos a ellos, me di cuenta de que debían de ser padre e
hijo. Las pocas nubes que había en el cielo cubrieron al Sol un segundo y,
después, un rayo de luz cayó directamente sobre los ojos del padre. Eran de un
verde apabullante. Trastabillé… El tropiezo se convirtió en salto cuando le
escuché decir:
—¿Lo
dejamos un poquito, Guille, y vamos a ver a mamá?
—¡Hola!
—nos gritó el niño.
Le
saludamos con la mano y continuamos la marcha. Yo, cada vez más convencida de que,
aunque mi cuerpo dijera lo contario, estaba a punto de sufrir un accidente
cardiovascular. De ahí las alucinaciones con los personajes de los libros…
Porque eran eso, ¿verdad?
Casi
llegando al lateral izquierdo del edificio, donde estaba la terraza del
restaurante, oí el bullicio de nuestro grupo. Ocupaban tres mesas que habían
juntado; sobre ellas había media docena de teléfonos, uno reproducía trap.
Mi primo perreaba junto a la cabecera cercana a la puerta del restaurante, otra
media docena de teléfonos le grababan. Apenas nos prestaron atención. Una
reunión muy normal, vaya…
La
puerta del restaurante se abrió hacia fuera con el trasero de una chica bajita,
morena, con el pelo muy corto. Cargaba con tres jarras de cerveza de las
grandes y una ristra de vasos de papel. Sirvió dos jarras y la tercera se la
dio a mi primo en mano.
—Esta
para ti, Shakira —le dijo antes de sacudirle una palmada en el hombro.
Todos
reímos, ella incluida. Hizo un barrido con la mirada por nuestras caras y se detuvo
en nosotros.
—¿Llegáis
ahora? —nos preguntó. Ambos asentimos con la cabeza—. Entonces habéis pasado
por el parque. ¿Habéis visto a un tío guapísimo con un niño? —Volvimos a
asentir—. ¿El guapo seguía entero?
—Sí
—le dijo él entre risas.
—Entonces
me da tiempo a currarme unas tapitas para las cervezas. ¿Os traigo algo a
vosotros?
Una
última negación nos despidió de la camarera.
—Yo
debería ir al súper —me dijo él—. No me ha dado tiempo de comprar mi
parte esta mañana.
—¿Tu
parte?
—Pusimos
en el grupo lo que debía traer cada uno. ¿No lo leíste?
—Por
encima…
Me sonrió y señaló un camino de
gravilla.
—Tú primero, gorrona.
Rodeamos
la terraza para llegar al súper. Nos extrañó un poco encontrar la caja vacía.
Deambulamos por los lineales hasta que localizamos los macarrones, el pan de
molde y los refrescos. Al pasar por la sección de congelados encontramos a la
cajera, estaba sentada en un arcón frigorífico, pero no parecía pasar frío, más
bien al contrario: tenía a Sergio entre las piernas.
—Joder… —Él se rio.
—Creo que van a hacer justo eso
en cuanto nos marchemos.
Por lo que tardaron en cobrarnos,
creo que lo hicieron antes de que nos fuéramos.
La
cajera tenía la cara colorada, como a ronchones, cuando ocupó su puesto. Se
disculpó con una sonrisa, que nos descubrió un diastema entre sus incisivos
superiores, mientras nos hacía la cuenta.
—¿Queréis una bolsa?
—No, gracias —dijo él, cogiendo
las cosas.
Ella nos sonrió y señaló mi collar:
un cordón de cuero con un corazón de piedra negra, que me habían regalado en
una Feria del libro.
—Me encanta.
—Obvio —asentí, dando por hecho que
estaba soñando.
Esa teoría, la del delirio onírico,
era la más sólida a la que podía agarrarme. Prácticamente me convencí de ello cuando
íbamos de camino a las cabañas para dejar la compra y las mochilas. A la altura
de las pistas de tenis, justo en frente de la piscina, escuché un canturreo.
«Voy a vivir el momento, para entender el destino». Era la canción Vivir mi
vida de Marc Anthony. Ay. Ay. AY.
—¿Por qué te paras? —me preguntó él.
—No, por nada… Es que se me ha
metido una piedrecita en la zapatilla.
Fue soltar esa mentira y caerme del
cielo un peñascazo como castigo. Bueno, más bien, fue pelotazo. Directo a uno
de mis mofletes. El impacto fue tal que terminé patas arriba en el camino. Él
se agachó, muy preocupado. Antes de que pudiera preguntarme si los pajaritos
que veía eran o no reales, unos pasos al trote acercaron al dueño de la
pelotita.
—Qué puta puntería, macho —se dijo a
sí mismo. También se agachó junto a él. Yo no sabía dónde mirar. Tenía
demasiada belleza alrededor. Y pajaritos…—. Menudo zambombazo te he metido… —Pues
sí. Y sin encimera de por medio como en mi fantasías—. Lo siento mucho. Vamos a
levantarte, ¿de acuerdo?
Los dos me sostuvieron para ponerme
en pie. Estuve por hacerme la desmayada para que me sujetaran otro poco.
—¿Te mareas? —me preguntó él.
Tarareé una negación.
—¿Puedes hablar? —me preguntó el
tenista.
—Claro. —Sonreí como una boba—. Tú
pides, yo vuelo.
Ninguno de los dos chicos me
entendió. Ni falta que hizo. Tiré del brazo de él para continuar la
marcha y, al llegar a mi cabaña, a los pies de la escalera del porche le
pregunté:
—¿Tú crees en la magia?
Él frunció el ceño y observó mis
ojos.
Dicen
que es posible enamorarse con una sola mirada. Yo opino que sin ella también. Estaba
colgadísima por él desde hacía años y estaba segura de que nunca me
había dedicado un triste vistazo de reojo. Y, por fin, me estaba viendo. Tal
cual era. Con mis delirios y todo. Y me jugaba el arco de Katniss a que le
interesaba lo que contemplaba.
—¿Crees o no? —insistí.
—No estoy seguro —dijo con una
sonrisa creciente.
—Yo tampoco. ¿Lo comprobamos?
Cuando la curva de sus labios formó
una sonrisa llena, le besé. Y, como en los libros, el tiempo, la rotación
planetaria y nuestros corazones se detuvieron. Solo un segundo. Solo para coger
impulso. Todo empezó a girar después. Deprisa. Más deprisa. Sentí que las
estaciones corrían en círculos a nuestro alrededor. Sentí el calor de un día de
verano, el de una tarde de manta y sofá de otoño, el del hogar en invierno y
una nueva primavera floreciendo en mi interior. Todo se llenó de flores y de
luz. Una luz intensa. Demasiado intensa. Molestamente intensa.
—Venga, arriba, dormilona —escuché
decir a mi hermana.
—Eh… ¿cómo? —Intenté parpadear, pero
tenía los ojos medio pegados; me los froté.
—Que te levantes ya, que son las
nueve.
—Pero…
Al abrir los ojos fui deslumbrada
por la claridad de la calle. Después de pestañear varias veces, pude confirmar
que estaba en mi habitación.
—¿Con qué estabas soñando? —Mi
hermana me miró con burla—. Parecía que te estabas enrollando con la almohada.
Efectivamente, la encontré húmeda y
mi boca, seca como el esparto.
—No me acuerdo —refunfuñé.
Sabía yo que lo del camping era un
sueño, pero…, jo, era un sueño tan bonito…
—Creo que es la primera vez que te
veo con mala cara el día del libro —dijo mi hermana antes de salir del
dormitorio. Bueno, al menos, me quedaba el consuelo de tener por delante mi día
del año preferido—. Oye… —Se detuvo en la puerta—. ¿Y si nos vamos por ahí este
finde? Al campo o así… —No me dejó contestar—. Voy a escribir a estos.»
Soñamos, no solo cuando dormimos, también cuando leemos, ¿no estáis de acuerdo? Habéis reconocido a todos los protas de la serie Madrid, ¿no?
Muchas gracias, Silvia Sancho ;)
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